Fraile de Beas, un píngano de carácterísticas definidas por cuanto su composición, como conglomerado, derivación de las rocas sedimentarias adyacentes, no lo hacen muy apto para el riesgo de la escalada y que al ofrecer, pese a dicha cualidad, aventura tan inusitada, hacen que el cúmulo de riesgos que ello lleva consigo tenga un mérito superior y sea indiscutiblemente, cuando se realice, uno de más de los que añadir al acervo atesorado para la historia del deporte alpino.
Entre la escarpa áspera y fragosa en que finaliza por un lado el circo de sierras que encierran la bella perspectiva de Beas surge la enhiesta figura de este supuesto e imaginario Fraile, basado su origen toponímico en la distinción que hace el pueblo de señales tan evidentes como ostensibles en la orogénesis terrestre.
La figura de esta imagen, reconocida como tal, tiene amplia base; se va reduciendo hasta la mitad, se ensancha posteriormente y termina en una corona, constituida por un gran peñón, de aspecto, al parecer, leve en su fijación a la roca gemela que lo sostiene y, sin embargo, por su permanente estabilidad, su desafío a todas las leyes gravídicas nos hacen pensar en la perennidad o eternidad de su existencia. Su aspecto, como su homónimo de Capileira, hasta tanto no se alcanzan las tierras de su situación, no permiten su reconocimiento, ya que lo que puede considerarse como rostro fija su mirada hacia el sur y la aproximación se verifica por occidente. Su perfil, pues, no nos revela su innata importancia y la altura de los treinta metros en que podemos cifrar su colosal estatura nos hace recordar las figuras gigantescas que sólo puede ofrecer el mundo maravilloso de la naturaleza.
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